Ciencia y Fe

La Ciencia contra la Fe
Raul Leguizamon - Revista SEMPER

Introducción
 
   Los dogmas de fe son muy difíciles -si no imposibles- de refutar con argumentos científicos. La historia de la humanidad lo atestigua sobradamente.

   Nuestro tiempo no escapa, por cierto, a esta regla, ya que en la actualidad, como en to­das las épocas, una buena cantidad de personas sigue obstinadamente creyendo cosas, no sólo desprovistas de todo fundamento científico, sino que, además, están en franca con­tradicción con el conocimiento científico que hoy poseemos.

   Para dar un ejemplo, entre cientos, de lo expresado, me referiré a la insólita creencia actual de mucha gente -curiosamente, muchos de ellos científicos- de que el hombre desciende del mono.

   Porque ha de saberse que el tan mentado y manoseado "antecesor común" del hombre y del mono, de quien hablan muchos científicos y divulgadores, no es ni puede ser otra cosa que un mono. El supuesto "antecesor común” sería llamado ciertamente mono por cualquiera que lo viese, afirmaba el ilustre paleontólogo de la Universidad de Harvard, George G. Simpson. Es pusilánime si no deshonesto, decir otra cosa, agregaba Simpson. Es deshonesto, agrego yo.

   De manera que todos los esfuerzos de los antropólogos e investigadores en este tema, no se dirigen, en absoluto, a dilucidar, objetivamente y sin prejuicios, de qué modo se originó el hombre, sino de qué mono lo hizo.

   En otras palabras: el postulado de nuestro origen simiesco es una convicción de la que se parte, y no una conclusión a la que se arriba.

   Ahora bien, esta convicción, que muchos científicos y divulgadores sostienen encarni­zadamente (¡hasta el punto de mostrarla al público como un hecho científico y demostrado!), es -por definición- algo que está fue­ra del campo de la ciencia experimental, que se basa, precisamente, en la observación y reproducción experimental del fenómeno bajo estudio. Cosas evidentemente imposi­bles en este caso.

   De manera que, y a poco de respetar el significado de las palabras, esta creencia en el origen del hombre a partir del mono, es sólo una hipótesis de trabajo, una suposición, una conjetura, más o menos razonable, más o menos coherente, más o menos disparata­da, pero siempre de carácter hipotético. No sólo no demostrada, sino, aún más -por definición-, indemostrable. Y la ciencia es de­mostración.

   Lo que la ciencia puede legítimamente hacer a este respecto, es abordar el tema en for­ma indirecta, esto es, examinando la supuesta evidencia científica que demostraría la transformación del mono en hombre y, sobre todo, el mecanismo que se propone para explicar esta transformación, para ver si dicho mecanismo está en coherencia o en contra­dicción con las leyes científicas bien estable­cidas; o, al menos, con la sensatez.

   En otras palabras, si bien la ciencia no puede decirnos cómo fue realmente el origen del hombre -por ser esto metodológicamente imposible-, sí puede decirnos, en cambio, como no pudo haber sido este origen.

   Aclarado este punto, digamos que lo que hoy vemos (base primera del método científico) es que los hombres se originan de hombres, y que los monos engendran monos. Por consiguiente, y en razón del principio científico del uniformismo metodológico, según el cual el presente explica el pasado, lo legí­timo es suponer que los hombres siempre se originaron de hombres y nunca de monos. Son los científicos que sostienen lo contrario (esto es, que alguna vez los monos engendra­ron hombres, o se transformaron en tales) los que llevan el peso de la prueba. Es decir, los que deberían llevarlo, si este tema fuese tratado con un mínimo de rigor y de honesti­dad científica.

   Como no lo es, resulta que, paradójicamente, se acepta como dogma de fe (¡en nombre de la ciencia!) que el hombre desciende del mono; y a partir de este “dogma” se Interpretan y manipulan los datos científicos.

   Pero, ¿por qué -cabe preguntarse- esta convicción tan categórica sobre nuestro ori­gen? ¿Cuáles son los fundamentos científicos para tamaña certeza? Bueno, como expresé más arriba, fundamentos propiamente científicos no los hay. La razón determinante y fundamental por la cual muchos autores creen que el hombre se originó a partir del mono, es porque ellos aceptan ciegamente la hipótesis evolucionista-darwinista, que así lo afirma. Y punto.

   No obstante, como numerosos científicos, divulgadores, "charlatanes cósmicos” de la televisión, revistas "muy interesantes", libros de tex­to y trovadores diversos nos saturan diaria­mente con las "evidencias científicas" que "demuestran"' el origen simiesco del hombre, vale la pena que analicemos sucintamente estas supuestas evidencias, "abrumadoras"", según los más fervorosos creyentes en la hi­pótesis evolucionista-darwinista.
 
 
Semejanzas
 

   Pues bien, lector, aunque usted, como buen profano en el tema -al igual que yo-, nunca se haya dado cuenta o, lo que es más probable, nunca le haya otorgado la menor importancia, el hecho es que entre los monos y el hombre... ¡hay semejanzas!

   De acuerdo a este sensacional descubrimiento -que corta el aliento, realmente- existen, sin lugar a dudas, semejanzas entre los monos y el hombre. Efectivamente: tenemos ojos como los monos, cuatro extremidades, estómago, hígado, pulmones, corazón de cuatro cavidades, sangre caliente (depende ... ), etc.

   Si usted sigue, obstinada y escépticamente, creyendo que todo esto no significa absoluta­mente nada, y que existe -a pesar de las semejanzas- un abismo entre el mono y el hombre, créame que está en muy buena compañía, ya que miles de científicos en el mundo (y cada día más) opinan exactamente lo mismo.

   Y miles son, estimado lector. Lo que sucede es que su opinión no llega a la gente, pues en este tema existe una censura feroz. ¡Otra que Inquisición y Santo Oficio! Los científicos que no aceptan el "dogma darwinista" son inexorablemente excluidos de los ámbitos académicos y de los me­dios de difusión.

   Pero los creyentes en la hipótesis del origen simiesco del hombre, que son además -tengamos esto muy presente- los que 'tienen la manía” política, financiera y académica, insisten con místico fervor en las semejanzas.

 
 
El Eslabón Perdido
 

   Insisten pues, no sólo en las semejanzas actuales, que demostrarían, en todo caso, que los monos son, de acuerdo a la hipótesis darwinista, nuestros "primos"; sino también, y sobre todo, en las semejanzas fósiles, que certificarían la exis­tencia del sedicente "antecesor común”, esto es, un mono en vías de hacerse hombre: el célebre "esla­bón perdido”, que ya no existe, según dicen, pero que en un tiempo, allá, hace muchos años, parece que sí.

   Este mítico "eslabón perdido”, luego de engendrar al hombre, habría desaparecido; nadie tiene la más remota idea de por qué. Pero mucho me temo que lo habría hecho para no cargar con la tremenda responsabilidad de haber engendrado algo tan peligroso e inadaptado como lo que le endilgan haber engendrado: la oveja negra de la familia, verdaderamente...

   De todas maneras, la excelsa dignidad de esta sublime reliquia (el "eslabón perdido”) ha suscitado tanto fervor entre muchos científicos que desde hace más de un siglo se han emprendido in­numerables peregrinaciones para hallarlo.

   La búsqueda del "eslabón perdido” ha sido, y es, el alfa y la omega de la antropología. Algo así como los caballeros del Rey Arturo con el Santo Grial.

   ¿Y cuál es el criterio para decidir si un fósil es el famoso "eslabón perdido"? Pues, muy fácil: todo fósil de mono que tenga semejanzas con el hombre es -hasta que se demuestre lo contrario- el "antecesor común”.
 

 
Fósiles

Y aunque usted no lo crea, lector, existen, definitivamente, fósiles de monos que muestran se­mejanzas con el hombre. Así es. Resulta que algunos restos fósiles de mono tienen incisivos y caninos más pequeños que otros monos, en for­ma semejante a los del hombre. Esto constituye, para muchos investigadores, una "demostración" de que estos monos habrían sido nuestros antepasados, sin tener en cuenta -al parecer- que existen monos vivientes (el Baduino Gelada, sin ir más lejos) que también tienen incisivos y caninos pequeños -como el hombre-, sin dejar por eso de ser un pelo menos monos que sus congéneres.

     Incluso el antropólogo Clifford Jolly señaló, hace ya más de veinte años, que las ínfimas variaciones en el tamaño y forma de los dientes de un animal son simplemente el producto de una adaptación a un tipo especial de dieta y que care­cen de toda significación genealógica.

   Otros restos fósiles de mono parecen indicar que dichos seres caminaban en forma aproxima­damente erecta (bípeda), con lo cual se concluye, triunfalmente, que estos monos estaban hacién­dose hombres.

   Lo que generalmente muchos autores olvidan de aclarar al público es que varios monos actuales (Hilobates Moloch, Pan Paniscus, entre otros) caminan en forma aproximadamente erecta. Pero., que yo sepa, ninguno de estos simpáticos pri­mates ha manifestado el más mínimo sentimiento de asombro, ni de júbilo, ¡ni de horror! tan siquiera (que sería mucho más lógico), ante la apasionante aventura dé estar transformándose en seres humanos.

   Pero, me dirá algún lector, ¿y qué pasa con el famoso Hombre de Neanderthal, el Pitecantropus Erectus, los Austrolopitecos africanos? ¿No son és­tos verdaderos 'homínidos”, antepasados del hombre?

   Vayamos por partes. Para comenzar, digamos que el Hombre de Neanderthal no es ciertamente un 'homínido". A pesar de la “difamación antropológica” darwinista (la expresión es del famoso antropólogo americano Ashley Montagu), que lo mostró durante cien años (¡y aún hoy día!) como un bruto semiencorvado, de aspecto feroz y estú­pido, garrote al hombro y guarecido en su caver­na, hoy es un hecho universalmente aceptado que el Hombre de Neanderthal era completamente Sapiens, aunque con algunos rasgos degenerati­vos producidos por enfermedades (artritis y raquitismo) y por circunstancias ambientales adversas.

   A pesar de que esto del carácter plenamente humano del Hombre de Neanderthal se conoce des­de el año 1957, todavía hoy es frecuente encon­trar su representación semibestial; y no sólo en libros y revistas de divulgación. ¡No!, por ejemplo, el modelo semibestial del Hombre de Neanderthal recién fue retirado del Museo Field de Historia Natural de Chicago en 1975. ¿Fue arrojado a la basura? (lugar que le correspondía). Pues no, fue retirado del primer piso (orígenes del hombre) y colocado en el segundo piso, junto a los dinosaurios, con una leyenda que dice: “modelo alternati­vo del Hombre de Neanderthal" (!). Cabe destacar que la sección de los dinosaurios es la más visitada por el común de la gente, en especial por los niños y jóvenes de los colegios... Este es un ejem­plo acabado de la "honestidad científica", que le dicen.

   Respecto de los así llamados "Homo Erectus' (Pitecantropo y Sinantropo), habría mucho que decir. De los hallazgos originarios que dieron lugar a este grupo taxonómico, uno de ellos, el Hombre de Java (Pitecantropus Erectus), habría sido -según su propio descubridor, E. Dubois- lisa y llanamente un mono (gibón) de gran tamaño. El otro, el Hombre de Pekín, tiene todas las apa­riencias de haber sido otro de los tantos fraudes que se han cometido en este tema. Los supuestos “Homo Erectus" descubiertos más recientemente en Africa (Leakey y Walker, 1984) pareciera que por las descripciones serían neanderthales, esto es Sapiens.

   En relación a los tan mentados Austrolopitecos de Africa (incluida Lucy) desde ya le aclaro, lec­tor, que estos seres son definitivamente monos; no hay discusión al respecto: un metro de estatura; capacidad craneal entre 500 y 600 cc. (como el chimpancé, por ejemplo; la del hombre es de alrededor de 1500 cc.); forma del cráneo “abrumadoramente simiesca” (Lord Zuckerman); capaci­dad para columpiarse de las ramas como o mejor que la del orangután (Charles Oxnard), etc.

   Todos esos otros nombres que uno lee o escucha (Ramapiteco, Dryopiteco, Kenyapíteco, Sivapite­co, etc.) son todos, sin excepción, "totalmente mo­nos".

   El problema está en que el término "homínido" designa, precisamente, a cualquier mono que caminaba más o menos bípedamente, o que su descubridor sostiene que caminaba, y que tiene dientes más pequeños que los otros monos. Con eso ya es suficiente para graduarse de "homínido" y para que su descubridor (o inventor) se transforme, de la noche a la mañana en un Julio César de la antropología.

   Incluso respecto de estos criterios, no es cuestión tampoco de ser demasiado exagerados, ya que con apenas un diente, un trocito de mandíbula o un pedazo de cráneo, un antropólogo puede reclamar status de "homínido” para su hallazgo.

   En última instancia, un "homínido" es cualquier cosa que un antropólogo bautice como tal... ¡Inclusive un Homo Sapiens, como sucedió con el Hombre de Neanderthal!

   Aunque luego haya retractaciones o refutaciones, el hecho es que en la historia de la Antropología abundan los ejemplos de "homínidos" creados de esta manera. Bástenos recordar, por ejem­plo, el famoso Hombre de Nebrasca, "creado" en 1922 en base a una muela, que luego se descu­brió pertenecía a un pecarí.

   En las ilustraciones de la época aparecían el señor y la señora Hombre de Nebrasca, con sus dos hijos, varón y hembra por cierto -la familia tipo, digamos-; indumentaria: taparrabos, naturalmente; habitación: caverna, claro está; garrote al hombre él, amamantando ella, etc. Todo esto, repito, en base a una muela de pecari, especie de cerdo salvaje americano.

   A partir de 1960 y durante veinte años, el antropólogo David Pilbeam sostuvo que el Ramapi­teco era un "homínido”, basado en un par de dientes y unos trocitos de mandíbula. En 1984 cambió de opinión y cree ahora que es un mono cualquiera. Pero mientras tanto, su publicitario Ramapiteco le valió a Pilbeam pasar de profesor de Antropología de la Universidad de Yale a la de Harvard (¡nada menos!). Esto, si bien no demuestra la evolución del Ramapiteco, al menos prueba la, "evolución” de Pilbeam.

   En 1980, el famoso antropólogo americano Noel Boaz llamó clavícula de un "homínido” a lo que luego se vio que era la costilla de un delfín (!). Según este antropólogo, la forma de la clavícula sugería que el ser en cuestión era un chim­pancé que caminaba erecto. ¿Cómo habría que haber bautizado a este "homínido"? ¿”Blooperpi­teco", quizá?

   En 1984 tuvo que cancelarse presurosamente un congreso internacional de antropología en España, donde iba a ser presentado en sociedad el recientemente hallado Hombre de Orce (Andalu­cía), por descubrirse que el fragmento de cráneo encontrado pertenecía, en realidad, a un borrico.

   En fin, la lista es larga. Y es quizá por ello que Sir Solly Zuckerman, una de las máximas autori­dades mundiales en anatomía, en su libro Beyond the Ivory Tower niega el carácter científico de todas estas especulaciones sobre los fósiles, compa­rando el estudio de los supuestos antepasados fósiles del hombre con la percepción extrasensorial (!), en el sentido de estar ambas actividades fuera del registro de la verdad objetiva, y en donde cualquier cosa es posible para el creyente en dichas actividades.
 

 
Moléculas
 

     Como todo este asunto de los fósiles era tan endeble que no resistía, ni resiste, el menor examen crítico, los creyentes en la hipótesis del origen simiesco del hombre decidieron buscar nuevos horizontes hermenéuticos para poder de­mostrar la hipótesis. Y así apareció el argumento de las semejanzas moleculares.

   Antes de proseguir, estimo conveniente hacer una aclaración categórica: todos estos argumen­tos, basados en semejanzas, para establecer pa­rentescos, son sólo sofismas, pues parecido y parentesco son dos cosas perfectamente distintas. El hecho de que individuos emparentados ten­gan generalmente semejanzas, no autoriza, en manera alguna, a concluir que individuos (o especies) con semejanzas estén necesariamente emparentados.

   Sostener lo contrario, esto es que la semejanza por sí misma constituye un prueba de parentesco, es una proposición que, estoy seguro, ningún biólogo aceptaría defender, ya que por el bien co­nocido fenómeno de la convergencia biológica, estructuras y funciones prácticamente idénticas pueden desarrollarse en individuos o especies genéticamente no relacionados. De manera que toda la argumentación basada en semejanzas, para probar parentescos, carece de fundamento científico.

   Pero volvamos a las semejanzas moleculares. Hace ya varios años, algunos científicos, con un tono deliciosamente jubiloso, demostraron que existen algunas moléculas (proteínas y ácidos nucleicos) semejantes entre el hombre y el chimpancé. Con lo cual quedaba "demostrado" que el hombre era pariente cercano de este antropoide. Y el alborozo fue indescriptible. Pero duró poco. Y en breve se transformó en una verdadera catástrofe, entre otras cosas, porque los árboles genealógicos entre el mono y el hombre propuestos por los biólogos moleculares estaban en franca contradicción con los árboles genealógicos propuestos, en base a los fósiles, por los paleontólogos.

   ¡Santo cielo! Claro, los nuevos exégetas no se imaginaban ni remotamente en lo que se metían. Con ingenuidad propia de niños -al fin y al cabo, de ellos es el Reino- se abalanzaron, exultantes de regocijo, a buscar semejanzas moleculares pa­ra demostrar, esta vez sí, "científicamente", cómo había sido el tránsito del mono al hombre.

   Cuando comenzaron a darse cuenta, ya era tarde. Porque lo que encontraron tiraba por el suelo todos los supuestos árboles genealógicos construidos pacientemente por los antropólogos, en años y años de esforzada e imaginativa labor. Una verdadera tragedia evolutiva.

   Tantos años de coleccionar un huesito por aquí, otro más allá, algunos dientes acullá, para armar la "evidencia" de nuestro origen; tantos años de fabricar modelos en pasta (totalmente imaginarios) de nuestros "antepasados" (vesti­menta, corte de cabello, color de piel y hábitos la­borales y matrimoniales incluidos); tantos años de manipular los datos radiométricos, de hacer desaparecer los fósiles "heréticos", es decir que "no encajaban" en la hipótesis; tantos años de de­cirle a la gente, desde la cátedra eminente hasta el libro de divulgación, cómo y cuándo el mono se había transformado en hombre..., ahora resul­taba ¡que había que cambiarlo todo! ¡No hay derecho!

   Y no era para menos. Por empezar, según los antropólogos moleculares (Vincent Sarich y Allan Wilson, sobre todo) el mono y el hombre se habrían separado del “antecesor común” hace apenas unos cinco millones de años; mientras que los antropólogos fósiles (es decir los que se dedi­can al estudio de los restos fósiles, claro) habían demostrado hasta el hartazgo que la separación habría ocurrido hace unos veinte o treinta millones de años (!).

   Le aclaro, lector, que esto de los millones de años son sólo especulaciones basadas en la hipótesis darwinista. No hay ninguna evidencia científi­ca seria de que estos millones de años hayan realmente existido. Los menciono simplemente para mostrar las groseras incoherencias de esta hipótesis, a partir de los datos de sus propios adherentes.

   Algunos, sobre todo entre los antropólogos fósiles, exclamaron: ¡herejía!, y comenzaron a blandir amenazadoramente sus huesos. Los moleculares, parapetados tras sus probetas, amenazaban con represalias a cargo de mutantes.

   El problema es que, para saber qué cosa es he­rejía, es imprescindible conocer primero qué cosa es la ortodoxia. Vale decir, debe, necesariamente, existir una teoría sólidamente estructurado y una autoridad que la proclame. Pero si cada antropólogo se fabrica su propio árbol genealógico, según su propia imaginación, ¿en base a qué diantres va a censurar la imaginación de otro antropólo­go? Si cualquier cosa es "ortodoxia", nada es he­rejía.

   De todas maneras, los moleculares ganaron la primera batalla, y la mayoría de los antropólogos fósiles terminaron aceptando las cifras propuestas por Sarich. Como la hipótesis dawinista -por no ser científica- es tan plástica que permite "explicar" cualquier cosa, la sangre no llegó al río.

   Pero dale que darás a las moléculas, los más insólitos hallazgos comenzaron a aparecer.

   La hemoglobina (proteína de los glóbulos rojos de la sangre), por ejemplo, planteó, de entrada no más, un enigmático problema. Es cierto que está presente en el hombre y en los monos, lo cual provocó un júbilo rayano en el trance místico (parece que algunos llegaron a la "visión unitiva” con Darwin). El problema es que también es­tá presente en todos los vertebrados. Aquí los aplausos comenzaron a ralear, y hasta hubo algu­nas voces que aconsejaron prudencia.

   Pero no faltaron los imprudentes, ya sea por un exceso de fervor y falta de una adecuada dirección espiritual, o quizá por algún resto de espíritu científico que los impulsó a tratar de ser coherentes; no faltaron, digo, quienes prosiguie­ron las investigaciones y encontraron que la susodicha hemoglobina -exactamente la misma clase de molécula- aparecía en las lombrices de tierra, en las almejas, en algunos insectos e, incluso, en algunas bacterias (!).

   ¡Qué horror! Y no era para menos: la hemo­globina no aparecía en forma gradual y progresiva, perfeccionándose cada vez más a medida que ascendía en la escala zoológica -como sería de esperar si la hipótesis evolucionista fuera cierta- sino que aparecía ya perfecta en algunas bacterias, luego desaparecía y volvía a aparecer en las al­mejas, luego en las lombrices, etc., sin experi­mentar ningún cambio evolutivo.

   No había absolutamente la más remota posibilidad de encajar estos hallazgos en ningún árbol genealógico que se pudiera imaginar. Y eso que la imaginación es la facultad más desarrollada en los científicos evolucionistas.

    Prácticamente los mismos resultados se obtu­vieron en base a los estudios realizados con la proteína citocromo C. No existen diferencias “evolutivas”, es esto, aumento de su complejidad, entre el citocromo C de las bacterias y el del resto de los seres vivientes (!).

   Pero la cosa no terminó ahí. A un investigador se le ocurrió hacer lo mismo con otra molé­cula de proteína humana, fascinante, que se llama lisozima y que está presente en las lágrimas, para defender al ojo de las infecciones. ¡Pobre hombre!. Creo que sufrió una grave crisis de fe (darwinista), que sólo pudo superar gracias a prolongados ayunos, flagelaciones y cilicio.

   Y con justa razón; pues de acuerdo a sus brillantes trabajos con la lisozima, este científico (Richard Dickerson) demostró que el pariente más cercano al hombre es... ¡la gallina!

   Y así, todos los estudios efectuados sobre diversas moléculas (insulina, mioglobina, factor liberador de la hormona luteinizante, relaxina, etc.) produjeron árboles genealógícos totalmente diferentes y contradictorios.

   ¡No hay tan siquiera dos estudios efectuados en base a las moléculas que hayan producido árboles genealógicos semejantes!

   Esto representa el colapso total de la hipótesis evolucionísta, dice valientemente el brillante bió­logo molecular australiano -evolucionista él, aclaro- Michael Denton, en su estupendo libro Evolution: A Theory In Crisis.

   Y la catástrofe sigue ampliándose. En base a los estudios efectuados sobre la composición química de la leche (un líquido tan complejo y fundamental como la sangre), el animal más cercano al hombre es el burro.

   Esto ya me está gustando más, pues viendo lo que escriben muchos investigadores es este tema, me da la impresión, no sólo que venimos del bu­rro, sino que hace muy poquito que nos separamos de él. Aunque pensándolo bien, creo que soy injusto con el burro, pues, si pudiera hablar, estoy seguro que no diría disparates de este calibre. Una cosa es la ignorancia y otra la insensatez.

   Por otra parte, nuestro pariente más cercano, en base al estudio de los niveles de colesterol, sería una variedad de culebra (gartner snake) y, en base al antígeno A de la sangre, sería... ¡una variedad de frijol! (butterbean).

   Todos estos resultados no hacen sino confirmar lo que expresé más arriba: la semejanza -ósea o molecular- no prueba absolutamente na­da relativo al parentesco.

   Al fin y al cabo, todos los seres vivos están constituidos básicamente por las mismas -o se­mejantes- moléculas, por la muy sencilla razón de que los mecanismos vitales así lo exigen; con la obvia salvedad de que no pueden ser exacta­mente las mismas moléculas las de un pez, por ejemplo -que vive en el agua-, que las de un ser que vive sobre la tierra.

   Por ello es que el mundo de los seres vivientes no tiene nada que ver con los árboles genealógí­cos; esto es una pura fantasía, el mundo de los se­res vivientes es un mosaico en el cual elementos semejantes (moléculas, estructuras, funciones, etc.) se entremezclan para formar los distintos géneros o especies, sin que esto signifique que deriven unos de otros.

   A la manera de un cuadro, en el que el artista no necesita utilizar un color diferente para cada figura, sino que, variando las proporciones y las formas, puede, con relativos pocos colores, representar muchas figuras.

   Así, en el mundo de los seres vivos, las moléculas (estructuras, funciones) se disponen en un patrón mosaico o modular y no en un patrón arbóreo.

   El modelo mosaico se limita a manifestar que los elementos materiales se repiten en muchos seres vivos, sin intentar establecer supuestos parentescos descabellados. El modelo árbol genealógi­co pretende establecer parentescos, en base a de­terminadas semejanzas, y termina fatalmente en el absurdo. El patrón mosaico es ciencia; los árboles genealógicos son fantasías.

   Por ello es que en la naturaleza pueden darse multitud de seres vivientes con relativamente pocos elementos materiales. Pero por la proporción y la forma en que están dispuestos, originan seres esencialmente distintos, a pesar de las se­mejanzas.

   Por eso -repito- es que la semejanza no prueba el parentesco. 
 
 
Comportamientos
 

     Pero los autores evolucionistas, que parecen no entender este planteamiento, insisten con las seme­janzas. Y puestos a buscarlas, algunos antropólo­gos se lanzaron a comparar patrones de compor­tamiento (que es, sin duda, tan "válido" como comparar huesos o moléculas).

   El asunto tiene sus antecedentes allá por la década de 1920, cuando un biólogo (Crookshank, darwinista por cierto) sugirió que los negros (no los nuestros, sino los de Africa) descendían del gorila porque se sientan en el suelo de la misma manera que lo hace este antropoide. ¿Qué tal el razonamiento, lector? Los mongoles, en cambio -y por la misma razón- descenderían del oran­gután.

   De más está decir que este argumento ya no es aceptado por los antropólogos; entre otras ra­zones, porque los negros y los mongoles ahora tienen sillas para sentarse.

   Pero no se crea, lector, que estas especulacio­nes pertenecen a la "prehistoria" de la antropolo­gía. En realidad, y digan lo que digan, la época de oro del darwinismo fueron aquellos dichosos años; no sólo porque no se tenía la menor idea de genética, biología molecular y todos estos maldi­tos adelantos científicos que han ido, poco a po­co, ahogando el vuelo imaginativo de los investi­gadores darwinistas, sino también porque en aquella época los darwinistas eran sinceros y te­nían agallas para decir lo que pensaban, le cua­drase a quien le cuadrase.

   Así, el biólogo Klaatch decía que los negros descendían del gorila, los mongoles del orangu­tán (coincidiendo en esto con Crookshank) y los caucásicos del chimpancé; como ve, lector, nada de “antecesor común".

   Es más, ioh hermosas épocas en que se exhi­bían -según el orden evolutivo- el cráneo de un gorila, luego el del Hombre de Neanderthal (que por esa época era considerado poco más que un mono erguido), luego el de un negro, luego el de un irlandés (!) y luego, de más está decirlo,... el de un inglés. La evolución llegaba así a la perfec­ción...

  Parece que todos los seres de los pueblos so­metidos al dominio colonial británico eran sub­hombres, comentaba con su habitual ironía el ya desaparecido antropólogo americano Loren Eise­ley.

   David Pilbeam, actual profesor de la Univer­sidad de Harvard, cree ver en la conducta de los chimpancés suficientes semejanzas con la del hombre, como para sugerir que estos primates son los seres más estrechamente relacionados con nosotros. Jeffrey Schwartz, profesor de la Universidad de Pittsburg, ve esas ventajas, en cambio, en el orangután.

   Mientras tanto, un oscuro personaje de la ciu­dad de Córdoba, Argentina, (si bien nada más que un diletante, y bastante desequilibrado, por cierto) cree ver notables semejanzas en el com­portamiento de muchos seres humanos con cier­tas especies de reptiles; las serpientes, sobre to­do.
 
 
El Lenguaje
 

   Relacionado con esto de la conducta, hay otra línea de investigación que, si bien no goza de muchos partidarios, hace algunos años suscitó gran entusiasmo entre los investigadores en este tema. Me refiero al problema del lenguaje, esa ca­pacidad maravillosa, única, exclusiva del ser hu­mano, de expresar su pensamiento en forma articulada y simbólica, que marca una distancia abismal entre él y los animales.

   Los pensadores (científicos y no científicos) de todas las épocas sensatas entendieron que había aquí un misterio inabordable, un prodigio sin precedentes, y se limitaron a aceptar el hecho que confirmaba, una vez más, que el hombre es un ser único en la naturaleza.

   Pero apareció la hipótesis dawinista, que trans­formó el mundo científico en la ciudadela de la estupidez y la ceguera (si hemos de tomar en se­rio lo que decía Bernard Shaw), y pronto no falta­ron los investigadores que, coherentes con la hipótesis, se dijeron: si descendemos de los monos y somos capaces de hablar, entonces los monos también deben tener esta capacidad, al menos en potencia. Luego, si nos tomamos el trabajo de en­señarles, ellos también serán capaces de hablar. 

   Y dicho y hecho. Se realizaron experimentos: Lana (una chimpancé), Washoe (un chimpancé), Koko (un gorila) y Sarah (chimpancé). 

   El más famoso fue el realizado por el matri­monio Lachman con Lana. Durante varios años, estos investigadores se encerraron diariamente en la jaula con Lana, tratando, con abnegado y fervoroso ahínco, de enseñarle las "primeras le­tras".

   Desconozco francamente si estos científicos aprendieron a gruñir correctamente; es cierto que, día a día, aumentaba su repertorio de gruñidos, pero ¿cómo podríamos saber si estos gruñi­dos, según los monos, eran correctos? Lo que sí se sabe es que Lana, a pesar de los esfuerzos, no logró articular ni una sola palabra. ¡Qué digo pa­labra!, ni siquiera alguna forma de comunicación simbólica que fuese más allá de una simple res­puesta condicionada, tales como las que se pue­den lograr en pájaros, ratas o gusanos, como sen­tenció categóricamente J.B. Skinner, el “capo" en estos temas.

   Ahora digo yo, ¿por qué estos investigadores, en vez de tratar tan esforzado como estérilmente de enseñarle a hablar a un mono, no emprendie­ron la muchísima más fácil e inmensamente más fructífera tarea de enseñarle a hablar al único animal que sí es capaz de hacerlo? (¡y en varios idiomas!). Sí, lector, ¿por qué no eligieron al loro? He aquí otro rotundo ejemplo del patrón mosaico o modular de que hablábamos. Un animal que, in­cluso en los imaginarios árboles genealógicos evo­lucionistas, no tiene nada que ver con el hombre, comparte con él esta singularisima capacidad de emitir sonidos articulados.

   ¿Por qué no eligieron el loro? Muy sencillo: porque el loro, de acuerdo a la hipótesis danvinis­ta, no es ni remotamente antepasado del hombre. Aunque algunos chuscos sostienen que, sí bien el loro no es antepasado del hombre, sí lo sería de la mujer. Pero esto no tiene suficiente respaldo científico.
 
 
Siguen las Semejanzas...
 

   Esto nos demuestra, una vez más, que las se­mejanzas entre el mono y el hombre, en las que tanto se insiste, son semejanzas seleccionadas de acuerdo a la hipótesis evolucionísta. Las semejan­zas que no encajan en la hipótesis, se silencian.
 
De este modo, como acabamos de ver, en la capacidad de emitir sonidos articulados, caracte­rística altísimamente peculiar del hombre, somos semejantes al loro. En cuanto a la forma, tamaño relativo y posición de los órganos internos (las vísceras), el animal más parecido al hombre no es ciertamente el mono, sino el cerdo (en otros aspectos también ... ). De acuerdo a la estructura del pie, el animal más parecido al hombre es el oso polar. De acuerdo al tamaño y forma del cerebro (no sólo más grande, sino con un grado de cefali­zación -esto es, franco predominio del lóbulo frontal, asiento de las actividades psíquicas supe­riores- muchísimo más avanzado que los si­mios), el animal más parecido al hombre es el delfín. En nuestros hábitos alimenticios (omnívo­ros), somos mucho más semejantes, nuevamente, al cerdo y a la rata (sin suspicacias, por favor) que a los monos, la mayoría de los cuales son frugívoros. Y seguiría una larga lista de etcétera. To­do lo cual no hace sino corroborar lo que vengo diciendo: semejanza no prueba parentesco.

   Pero hay aún más. Los científicos que insisten con el tema del parentesco entre el mono y el hombre -basado en las semejanzas, y que no prueban absolutamente nada, como vimos- equi­paran, debido a su fe darwinista, pariente con an­tepasado. Pero esto, insisto, en razón de la fe dar­winista, que nos revela que venimos del mono.

   Pero incluso aceptando, a los fines del argu­mento, que somos parientes del mono, ¿no po­drían los monos ser nuestros descendientes?

   Si esto le suena a disparate, lector, le aclaro que comparto su postura; pero créame que es mucho menos disparatado que lo contrario. De hecho, el feto de mono y el mono recién nacido tienen muchas más semejanzas al feto y al recién nacido humano que a los monos adultos. Es de­cir, los rasgos típicos del mono se van acentuan­do con el tiempo. Desde luego que esto tampoco prueba nada; pero si le damos importancia al argumento del parecido, seamos por lo menos co­herentes y apliquémoslo siempre, y no única­mente cuando favorece la hipótesis que queremos demostrar.

   No le quepa la menor duda, lector, de que, si el feto o recién nacido humano tuvieran rasgos simiescos, esto sería proclamado clamorosamen­te como una demostración "contundente" de nuestro origen a partir del mono.

   Que el mono sea nuestro descendiente es, co­mo dije, un disparate; pero muchísimo menor que sostener que es nuestro antecesor. Por la sen­cilla razón de que es infinitamente más lógico y científico hacer descender lo inferior de lo supe­rior y no a la inversa.

   De hecho, ha habido y hay destacados antro­pólogos y primatólogos (Otto Schindewolf, Van der Horst, Westenhüfer, de Snoo, Wood jones, Geoffrey Bourne, y varios más) que aproximada­mente sostienen esa postura; esto es, que el "an­tecesor común” habría sido un ser mucho más parecido al hombre que al mono y que de él ha­brían derivado, más o menos horizontalmente, el hombre y, por degeneración, los monos actuales. Es decir que la "evolución” produciría "involución".

   Por cierto que estos antropólogos no tienen la más remota idea respecto del origen de ese su­puesto "antecesor común" -casi idéntico al hom­bre-; pero en este sentido, ¿están en mejor posi­ción los antropólogos darwinistas?, ¿tienen ellos, acaso, la más remota noción de dónde se originó el mono ancestral? En absoluto, no.

   Aunque las especulaciones abundan, lo cierto es que ¡nadie tiene la más pálida idea de dónde se originaron los monos! Lo cual llama cierta­mente la atención; pues, ¿cómo puede ser que to­dos los buscadores de fósiles que viven encon­trando restos de monos, supuestamente antece­sores del hombre, ¡nunca encuentren antecesores del mono!? ¿Es que éste se originó por genera­ción espontánea?, ¿o vino de otro planeta? ¿Có­mo puede ser que todo resto de mono encontra­do sea antepasado del hombre? ¿Es que el mono no tiene antepasados?

   No, lector. No los tiene; lo mismo que el hom­bre. Cuando aparecen los monos, son eso, perfec­tos monos. Cuando aparece el hombre, es hom­bre como nosotros. Esto es lo que muestra el es­tudio serio y sin prejuicios de los restos fósiles: aparición súbita y con plena perfección del hombre, del mono y de todas las especies animales y vegetales.

   Le aclaro, lector, que el consenso es unánime en este sentido. Ningún paleontólogo serio en el mundo puede mostrar un solo ejemplo de "esla­bón intermedio” de los cientos o miles que harían falta para dar forma a los imaginarios árboles genealógicos evolucionistas. A lo sumo se limitan a expresar su convicción (darwinista) de que serán encontrados en el futuro (lo mismo que Darwin decía hace más de un siglo). Es cuestión de se­guir cavando...
 
 
La selección natural
 

   Pero analicemos ahora algo sumamente im­portante en relación a este tema: el mecanismo que explicaría la transición del mono al hombre. Porque si no hay un mecanismo que explique más o menos racionalmente esta transición, adiós hipótesis darwinista (Darwin dixit).

   Pues bien, hay expresiones que adquieren un poder de sugestión tan grande que anulan la ra­zón y posibilitan la captación mística de la reali­dad, los "mantras” de los budistas, por ejemplo. La fe darwinista tiene, naturalmente, sus "matintras', y quizá el más importante de ellos sea la fa­mosa y todopoderosa "Selección Natural”.

   Esta "explica" no sólo la transición del mono al hombre (esto es sólo una pequeña tontería), sino tam­bién el origen de todas las especies animales y vegetales de nuestro planeta. Sí, señor. Pero con una condición: que usted no pregunte qué es. Va­le decir, cuál sea su naturaleza. La Selección Natu­ral explica todo, a condición de que no se intente definirla racionalmente. En cuestiones de fe, nunca hay que racionalizar el misterio.

   Si usted, como recalcitrante hombre de poca fe darwinista, intenta buscar una definición más o menos coherente de qué es la Selección Natural, no la va a encontrar. Lo que encontrará son una veintena de balbuceos incoherentes al respecto. Cada científico la "define" como quiere. En reali­dad, casi nunca la definen; se limitan simplemen­te a invocarla.

    Cuando intentan dar una definición, hablan -más o menos "ex cathedra"- de reproducción di­ferencial, esto es, algunos individuos (los más “aptos") tienen mayor descendencia, y éstos son los favorecidos por la Selección Natural; mientras que otros (los menos "aptos") tienen menor des­cendencia y son eliminados.

   El problema es que -al no existir un criterio de aptitud- lo arriba expresado se convierte, au­tomáticamente, en una tautología; es decir, un razonamiento circular que no explica ni define nada, y confunde todo.

   Para decirlo de otra forma: los individuos más “aptos" tienen mayor descendencia. Y ¿por qué tienen mayor descendencia? Porque son más "aptos"... La tautología es obvia. Tan obvia que hasta algunos darwinistas (Waddington, por ejemplo) se han dado cuenta. ¡Cómo será!

   Y la razón de porqué la Selección Natural dar­winista no se puede definir con un mínimo de ri­gor (ni definir, ni observar, ni determinar la in­tensidad de su acción, ni predecir sus efectos) es que ella, en realidad, no existe. Se trata sólo de una metáfora para decir que algunos individuos viven más que otros (¡vaya con la novedad!) y, supuestamente, tienen mayor descendencia.

   ¿Cómo? ¿Que la Selección Natural es una me­táfora? Pero ¿quién se atreve a proferir semejante barbaridad? ¡Pues el propio Darwin!, en El origen de las Especies, capítulo cuarto. Y allí mis­mo agrega lo siguiente: "en el sentido literal de la palabra, la Selección Natural es un término falso”.

   Como se ve, Darwin no era tan "darwinista” como sus seguidores. Lo que pasa es que los dar­winistas creen en Darwin, pero no lo leen. Y esto no constituye de ninguna manera una excepción, mi querido lector. Esto es una constante del ser humano. ¿Cuántos marxistas leen a Marx? ¿Cuántos liberales a Rousseau? ¿Cuántos cristia­nos la Biblia?

   Son los científicos antidarwinistas los que leen atentamente a Darwin. Los darwinistas, simplemente creen en él.

   Pero aun tomando la expresión Selección Natu­ral en sentido metafórico, como una "cosa" (que en realidad no existe) que explicaría "la supervi­vencia de los más aptos", fíjese, lector, que el re­sultado es exactamente lo contrario de lo que su­ponen los evolucionistas. Porque de ser así, la Se­lección Natural favorecería, por ejemplo, la supervivencia de los "mejores" monos; esto es, haría que los monos fuesen cada día más monos, pero no ¡menos monos y más hombres! Esto es un dis­parate.

   Lo que creo que sucede en relación a este punto, es que en muchos investigadores subyace, quizá en forma inconsciente, la íntima convicción -producto de antiguas creencias- de que el hom­bre es un ser superior al mono; es decir, más "evolucionado", más "perfecto". Pero desde el punto de vista meramente biológico, esto no es cierto. ¡Para nada!

   El mono no es un primate imperfecto, que lle­gará a la perfección cuando "evolucione" hasta hombre. De ninguna manera; el mono, en cuanto mono, es perfecto. Todos los seres vivientes son perfectos en su plano. Más aún, desde el punto de vista estrictamente biológico y, más precisa­mente, desde el punto de vista darwinista, el mono es francamente superior al hombre (las ra­tas mucho más aún). La demostración es muy simple, lector: abandonemos un hombre y un mono en medio de la selva y veamos quién tiene mayor capacidad de supervivencia. La leyenda de Tarzán, aunque divertida, es puro cuento. Exactamente igual que la hipótesis darwinista de la que es hija.

   El hombre no puede trepar a los árboles co­mo el mono, no puede defenderse del sol ni del frío sin ropas, ni de las inclemencias del tiempo sin techo; necesita cocinar sus alimentos, etc., etc. Por cierto que el hombre es infinitamente "supe­rior" al mono por su inteligencia; pero ésta no pertenece, en sentido estricto, a la biología. Lo que pertenece a esta ciencia es el cerebro, pero no la inteligencia, que se expresa a través del ce­rebro, pero no se identifica con él, como lo han señalado ya Bergson, W. Penfield, R. Sperry, C.D. Broad y Sir John Eccles, entre otros.

   Incluso, esto de la inteligencia es muy, pero muy relativo, lector; pues cuando ella supera el nivel mínimo de astucia indispensable para re­ventar impunemente al prójimo, se transforma, decididamente, en un factor antisupervivencia. ¿Quién sobrevive mejor, un estafador o un pen­sador, un prestamista o un artista, un atorrante a un laborante, especialmente en el "primer mun­do”?

   Y esto, hablando de los humanos. ¡Qué no pa­saría en el mundo animal! Imaginemos por un instante que, gracias a algún milagro dawinista, un pobre mono comenzara a desarrollar ciertas características humanas; que comenzara, por ejemplo, a emocionarse ante una puesta de sol; a estremecerse -como Pascal- contemplando las estrellas; a escribirle poemas a la mona dueña de su corazón (y que seguramente le habrá dado ca­labazas); a interrogarse sobre su origen y su des­tino... El mono que tuviera la singular desgracia de desarrollar cualquiera de estas características, sería inexorablemente aniquilado por la Selección Natural.

   Tiene muchas más probabilidades de sobre­vivir -de hacer buen dinero- un hombre hacién­dose el mono, que un mono haciéndose el hombre..., como vemos todos los días, helas, en este gran circo en que estamos inmersos.

   La Selección Natural, aun usada en sentido me­tafórico, haría que los seres vivientes se mantu­vieran siempre fieles al tipo, eliminando a los que se desvíen de él. Este sería el sentido correc­to de la expresión Selección Natural; expresión que, por cierto, no fue creada por Darwin -como muchos creen, y como él mismo se encargó de hacer creer-, sino, veinticuatro años más tarde por el naturalista inglés Edward Blyth, quien la usaba en el sentido que señalé más arriba.

   Para el lector interesado en ver cómo Darwin ocultó deliberadamente cualquier mención de E. Blyth, después de apoderarse de su concepto y de cambiarle su sentido, me permito recomen­darle el fascinante libro del ya desaparecido y fa­moso antropólogo americano Loren Eiseley: Dar­win And The Mysterious Mr. X.

   La llamada Selección Natural es una metáfora que indica la acción (imprecisa, aleatoria, imposi­ble de determinar y cuantificar) de un conjunto de factores en la naturaleza, que hace que los se­res vivientes permanezcan siempre fieles al tipo: los peces, peces; los anfibios, anfibios; los repti­les, reptiles; los monos, monos, y los hombres, hombres. Respecto de los hombres, la Selección Natural pareciera no estar muy activa últimamente...

   Me apresuro a aclarar que este efecto de la Se­lección Natural (estabilizador o conservador del tipo) ya ha sido reconocido -aunque a regaña­dientes- por varios científicos darwinistas (Simp­son, Maynard Smith, C. Willams, R. Lewontin y R. Leakey, entre otros). Usada en sentido contra­rio, esto es, como "algo" capaz de transformar una especie en otra, es un concepto absolutamente erróneo.

   Y esto es así, lector, porque las características de todo ser viviente están rigurosamente progra­madas -hasta el último detalle- a nivel del códi­go genético; esto es, en el conjunto de la informa­ción hereditaria que se transmite de los progeni­tores a su descendencia y que hace que cada ser viviente sólo pueda engendrar -en forma inexo­rable- otro ser viviente de su misma especie, y absolutamente ninguna otra cosa.

   Para que un ser viviente pudiera engendrar otro ser viviente esencialmente distinto, habría que cambiar totalmente su código genético (!). Y la selección Natural jamás puede hacer esto; por la sencilla razón de que ella "actúa" (metafórica­mente, se entiende) sobre el organismo ya for­mado y no sobre sus genes; o, como dicen los biólogos, ella actúa sobre el fenotipo y no sobre el genotipo.


 
Las mutaciones
 

   Pero, ¿y las mutaciones?, se preguntará algún lector- ¿No Pueden las mutaciones cambiar el código genético?

   ¡Ah!, las mutaciones... Este es otro de los sa­grados "mantras" del darwinismo (en realidad del neodarwinismo). Este "mantra", junto con la Selección Natural, explica también el origen de to­dos los seres vivientes; pero con la misma condi­ción: la de no analizarlo científicamente.

   Desde el punto de vista científico, las muta­ciones son alteraciones al azar en la composición química de los genes, esto es, en la complejísima molécula del ácido desoxirribonucleico (ADN), donde está codificada la información hereditaria.

   Ahora bien, en una estructura altamente com­pleja, un cambio al azar tiende inevitablemente a deterioraría. Para mejorarla, tendría que ser ca­paz de aumentar ese orden; y el azar -por defini­ción- no puede ni mejorar ni crear orden. Sólo una inteligencia puede hacer esto.

   Por eso es que el 99% de los cientos de miles de mutaciones estudiadas han sido dañinas, per­judiciales, deteriorativas o letales. En el mejor de los casos, han sido neutras, o porque el gen "ale­lo”, es decir, el que viene del otro progenitor, su­ple la función del gen dañado por la mutación, o porque el cambio ha sido insignificante y no ha afectado la vitalidad del organismo.

   Las supuestas mutaciones "favorables" de que hablan algunos científicos, no son casi nunca verdaderas mutaciones; son solamente una ma­nifestación de la vitalidad genética que tiene to­do organismo, que hace que, en determinadas circunstancias, se expresen genes que ya estaban presentes -aunque reprimidos- porque su funcio­namiento no era necesario.

   Pero aun en el caso de que existieran mutacio­nes favorables, con eso no hacemos absoluta­mente nada. Pues la hipótesis evolucionista necesi­ta, imprescindiblemente, no mutaciones favora­bles, sino ¡transmutaciones!, es decir, mutaciones creativas, capaces de producir novedades biológi­cas (ojos, plumas, sangre caliente, etc.), que expli­quen la aparición de las distintas especies biológicas, desde la ameba al hombre. Y esto sí que es pura fantasía; y fantasía disparatada, irracional y anticientífica.

   La imposibilidad de que las mutaciones (ac­tuando al azar) puedan producir tan siquiera un órgano nuevo, se deriva fundamentalmente de su carácter perjudicial y de su escasa frecuencia. Además, para poder transmitiese a la descenden­cia, tienen que afectar a las células germinales y ser dominantes, es decir, prevalecer sobre el gen alelo, para tener algún efecto. Todo esto disminuye aún más su frecuencia.

   Pero hay otro problema; para que apareciera un órgano nuevo, las mutaciones "creativas” (que son, como hemos visto, puramente imaginarias; las que la ciencia conoce son todas deteriorativas o a lo sumo neutras) tendrían que encadenarse e integrarse en un mismo segmento del cromoso­ma para poder sumarse y dar origen, así, a un organo nuevo, que no se produciría por la acción de una mutación, sino de miles de ellas.

   Para producir un ojo, por ejemplo, todas las mutaciones tendrían que afectar el conjunto de genes que rigen esta función. Ahora bien, esto plantea una imposibilidad estadística absoluta, que ha sido exhaustivamente analizada por auto­res de la talla de E. Borel, C. Guye, Lecomte du Nüuy, G. Salet y otros.

   Hasta aquí hemos desarrollado el argumento de las mutaciones siguiendo el esquema de la hipóte­sis evolucionista, para demostrar que, aun así, es totalmente imposible que las mismas puedan crear novedades biológicas y transformar así las especies.

   Pero la cuestión es muchísimo más grave, aún. Y aquí hay que abandonar el dogma darwinista y pasar a la realidad; es decir, abandonar el terreno de la fantasía y pasar al de la ciencia.

   Porque la pseudociencia darwinista no tiene lugar en sus esquemas para el concepto de orga­nismo, es decir, un conjunto de estructuras inte­gradas que funcionan como un todo. Heredera, al fin y al cabo, del mecanicismo cartesiano, la hi­pótesis evolucionista piensa en términos de partes. Y así los darwinistas creen posible que un orga­nismo se puede ir modificando por partes que, al sumarse, producirían su transformación en otro organismo. Pero esto es puro desatino. Ignora la gran ley biológica del “todo o nada”.

   ¿De qué le serviría a un mono, por ejemplo, desarrollar piernas de hombre, sin desarrollar si­multáneamente pelvis de hombre? ¿De qué le serviría una pelvis de hombre, sin columna ver­tebral de hombre? ¿Cómo puede haber mano de hombre, con brazo, antebrazo y hombro de mo­no? ¿Cómo puede haber columna vertebral de hombre, sin cráneo de hombre, y viceversa?

   Todas estas estructuras, o aparecen simultá­neamente y en estado de plena perfección, o no sirven para nada; por el contrario, son un estorbo para la supervivencia. Esto se aplica, por cierto, a todos los organismos vivientes.

   Y para que esto suceda, tiene que cambiar to­do el código genético, en forma simultánea y sin un solo error. Para ello debería ocurrir una mutación gigantesca, un reordenamiento radical de todo el código genético, dirigido y especifica­do hasta en los más mínimos detalles, para pro­ducir un ser 'viviente capaz de funcionar, esto es, de vivir. Lo cual constituye un milagro más gran­de que resucitar un muerto.

   Esto, que ya había sido planteado en la déca­da de los 30 por el insigne biólogo y paleontólogo alemán Otto Schindewolf, encontró su más aca­bado expositor en Richard Goldschmidt, uno de los tres o cuatro genetistas más eminentes del si­glo.

   Allá por la década del 40, R. Goldschmidt, fer­viente evolucionista él, después de haber dedica­do prácticamente toda su vida al estudio de las mutaciones, a pesar de creer en la transformación de una especie en otra, concluye diciendo que es absolutamente imposible explicarla mediante el mecanismo de las mutaciones.

   Publicó un libro (The Material Basis of Evolu­tion) y un artículo (American Scie., 40:97, 1952) de un rigor científico ejemplar, donde demuestra en forma abrumadora el carácter totalmente anti­científico de todo este macaneo respecto de las mutaciones.

   Nadie, absolutamente nadie, ha sido capaz de refutar las conclusiones de Goldschmidt en este sentido.

   La comunidad científica, como generalmente sucede, no hizo el menor caso de las conclusio­nes de este investigador. Siguieron -y siguen- lo más campantes, hablando tonterías sobre las mu­taciones, sin tomarse siquiera el trabajo de anali­zar sus escritos, ni los de muchos otros autores que sostienen lo mismo.
 
 
Conclusión
 

   Como ve, lector, en este sucinto análisis del te­ma, sólo he tratado de esbozar los problemas que plantea la transformación de un mono en un hombre, desde el punto de vista meramente bio­lógico.

   No he mencionado -salvo de paso- el proble­ma capital de la inteligencia del hombre, que marca una diferencia con el mono no de grado, como sostienen los darwinistas, sino de naturale­za, ya que este problema no puede ni siquiera plantearse en este contexto.

   Pretender explicar la inteligencia humana a partir de mutaciones al azar actuando sobre el cerebro de un mono es, simplemente, no saber de qué se está hablando. 0, por el contrario, saberlo demasiado bien...

   En suma: algunos monos tienen incisivos y caninos parecidos a los nuestros; otros caminan en forma aproximadamente erecta. Algunas mo­léculas de los monos son similares a las nuestras (¿y de qué pretenden los evolucionistas que estu­viésemos hechos?, ¿de plástico, acaso?).

   La Selección Natural, cualquier cosa que eso sea, significa que sobreviven los individuos más fieles al tipo (lo cual conserva la especie, no la transforma). Y las mutaciones son absolutamen­te incapaces de explicar tan siquiera la aparición de un órgano nuevo (novedad biológica).

   ¿Dónde está la supuesta evidencia científica de que el hombre se originó del mono? En ningu­na parte, por cierto. Es sólo un dogma de fe; de fe darwinista...

   Y ya sabemos que frente a la certeza de la fe, ningún argumento racional es efectivo.  

    Para citar este texto:
"La Ciencia contra la Fe"
MONTFORT Associação Cultural
http://www.montfort.org.br/esp/veritas/ciencia/conto_macaco/
Online, 22/11/2024 às 14:42:49h